PERROS, DIOSES Y MUERTOS
Nº Episodio17002512
España.
1938.
Primero mataron al perro, después a nosotros.
En todos los caminos parados en el tiempo, entre el polvo, hay un perro que jadea a contraluz, nacido de linajes de sangre y calle, chuchos hijos de nadie y de todos, que convierten la tierra en barro con la saliva que resbala de su lengua y donde el acompañamiento musical del ambiente varía cuando el viento cambia de dirección al rozar las teclas de sus famélicas costillas. Perros de la tierra por haber nacido en el mundo.
En nuestra andadura por los campos de Cordoba el perro mestizo hace su aparición al caer la tarde, observándonos a varios metros de distancia fuera del camino, a las cinco en punto hora solar, justo cuando su alargada sombra toca la punta de mis botas. En común, el físico apaleado por los días eternos, el estómago sin tránsito, la mirada violenta cargada de advertencia, la exhaustiva planificación de las posibles rutas de huída con una breve inspección de soslayo con movimiento de pupila de diestra a siniestra, que no oculta la fatiga que provoca cuestionar quién será el devorado y quién el devorador ¡Y el picor de los piojos! El perro, chucho mestizo, se rasca la pata trasera hasta dejarla calva, y nosotros, los catorce que quedamos de la abatida cuadrilla del regimiento Pasionaria nos rascamos las cabezas. Tiempo muerto para todos menos para los piojos.
– Tiene la rabia ¡Hay que joderse! – uno de nosotros, no diré su nombre dice lo que todos guardamos en el patio trasero de nuestra mente. Solo nos queda hambre y desgana, sin comida la necesidad engaña convirtiendo cualquier cosa en manjar, sin camiones solo heridas en los pies y dolor en las articulaciones, sin munición solo pesadas armas sin carga, y sin agua, más que bocas colmenas, miel la saliva y veneno las palabras que pican en la lengua.
– ¡Muerde! Aquí Hijoputa – uno de nosotros, no diré su nombre se sube la pernera del pantalón y ondea su huesudo muslo – ¡Muérdeme maldito! – La saliva del chucho oculta una dentadura desgastada por roer piedras y huesos – ¡Aquí Hijoputa! donde aún queda algo de carne – el perro responde como si todos los que le llamaron alguna vez hubiesen usado ese nombre – así prefiero morir, por tu rabia, con espuma saliendo de mis ojos ¡No aguanto ni un minuto más este jodido frío!
– No tiene la rabia está enfermo de guerra, como todos.
– Al menos hoy no ha llovido – se alegra uno de nosotros, no diré su nombre.
– ¡Muérdeme Hijoputa! – uno de nosotros, no diré su nombre arroja con constreñimiento una piedra a la cabeza del can. Falla. El perro responde a la amenaza con insultos y maldiciones.
– No podemos dejarle con vida, nos devorará por la noche – dice uno de nosotros, no diré su nombre.
– Podemos acorralarle y golpearle con las armas hasta matarle – propone uno de nosotros, no diré su nombre.
– Huirá.
–Seguiremos su rastro por la maleza hasta que baje la guardia – piensa uno de nosotros, no diré su nombre.
– Solo quiero regresar a casa – dice nadie, pero es lo que todos deseamos confesar.
El amable sol huye con premura por el bramido de un DISPARO proveniente de fuego enemigo que desvirga la calma del cielo y des - me - nu - za el cerebro del perro. Ese acto desencadena el chaparrón invernal que se ensaña con todos los que hemos presenciado el asesinato del animal, que por fin descansa flotando en un charco de vino. Plañideras las nubes predicen nuestro destino empapando la repentina quietud de nuestro semblante, si te atrapa "el enemigo" el hecho de vivir denota derrota. Capturados por el bando contrario, tiramos las armas, se caen nuestras almas y todo queda a los pies y en el alzamiento de las manos apuntas donde dicen está el paraíso, señalando el camino a pagar por el precio del vencimiento, a esperas de que la muerte nos brinde el don de la liberación.
Una finca sirve de cobijo al "Enemigo", 13ª división de Yagüe, cenan y se emborrachan; después, las bocas de metal que no sirven para articular palabras pero están cargadas con punto y final, nos encañonan. El silencio estoico de los que vamos a morir no oculta el estruendo encarnizado de nuestros pensamientos y es cuando los Dioses hacen su aparición. Algunos, no diré sus nombres rezan a Dios, a Vírgenes de dolor y pasión, los invocan con fervor juntando las manos, propagando la magia por el cuerpo físico, desmoronando la razón y disfrazando la realidad con fe. Otros, no diré sus nombres, cuando el miedo muestra en la imaginación como debe ser la inexistencia, inspiran un horror que devoran sus órganos al descubrir que su Dios no acude, el pánico se enrosca en su pecho y al exhalar su alma se vuelve pagana. Su Dios ya no es su Dios y suplica a la verdadera diosa que le creo – Mamá – que lo libre de todo protegiéndolo para siempre en sus entrañas. Y otros, no diré sus nombres, buscamos la salvación en el recuerdo del rostro, del cálido cuerpo desnudo de nuestras esposas, novias o amantes, panacea ante el gélido final.
Y borrachos de vida nos fusilan.
Y sin despedirme de la vida muero.
Y al día siguiente cuando el bando contrario ha partido hacía ningún lugar; en el camino, sobre la maraña de cuerpos huérfanos de vida, parados en el tiempo, entre el polvo, se erige la silueta de un hombre que jadea a contraluz, nacido de linajes de sangre y calle, hijo de nadie y de todos, que convierte la tierra en barro con la sangre que resbala de su herida y dónde el acompañamiento musical del ambiente varía cuando el viento cambia de dirección al rozar las teclas de sus famélicas costillas. Un hombre de la tierra, que ha vuelto a nacer en el mundo comprende en ese instante que solo existen dos bandos, el de la vida y el de la muerte.
Texto para participar en el concurso #UnahistoriadeEspaña
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